El silencio

"¡Calla, enmudece!" (Mc. 4, 39)

¡Qué difícil es callar! ¡Cuanto esfuerzo supone guardar silencio!¡Y qué necesario nos es!

La voz de Jesús aplacando las olas de un mar embravecido, es necesario que nos llegue en muchos momentos del día. Él puede porque es un maestro en el guardar silencio. Es el Verbo silencioso que calla en treinta años de vida oculta. Nosotros, por contraste, queremos aparecer des, destacar, hacer algún ruido que indique que estamos presentes. No somos precisamente amantes del silencio. Es natural, pues, que lo guardemos poco. Y sin embargo el silencio reporta muchas ventajas. Enumeremos algunas:

Mantiene el espíritu alerta. Facilita el cumplimiento del deber. Fortalece la voluntad y forja el carácter. Cultiva la observación. Nos hace reflexivos —cualidad imprescindible hoy en que es preciso usar con gran frecuencia del discernimiento de espíritus para distinguir lo bueno y lo malo—. Favorece el recogimiento interior. Forma vidas de oraci6n que escuchan la Palabra que baja del cielo: «Una sola palabra pronunció el Padre. Esta es el Verbo. En silencio la pronunció y en silencio tiene que ser escuchada» (San Juan de la Cruz).

Hay además un silencio que forja héroes y santos: El de no quejarse. No justificarse.

¿Por qué se guarda poco silencio? Por irreflexión —somos víctimas de un ambiente alborotado en el que se actúa por actos instintivos y reflejos—. Por comodidad que nos lleva a la ley del mínimo esfuerzo contraria al vencimiento propio y estar sobre sí. Pero sobre todo por no caer en la cuenta de su importancia.

El silencio es absolutamente indispensable para la oración. Quien no ama el silencio denota que todavía no ha gustado de Dios.

La falta de silencio, el deseo de hablar con los otros, sin ser deseo de hablar de Dios o conversación que se dirija a su gloria; o al bien propio y de las almas, prueba la búsqueda de consuelos terrenos y el orgullo secreto de ser consolado o gustar con lo que digo.

Pero ¡ojo! que también puede introducirse el «demonio mudo» con capa de humildad para que no hablemos cuando debemos. El recurso interior a la Virgen prudente nos ayudará a callar o hablar según convenga.

La algarada externa, el bullicio que a veces nos procuramos, si va sin pureza de intención impide el consuelo interior que solamente Dios puede dar. ¡Cuánta vida interior ha matado el cine, la «Tele»...!

Al silencio va unida la discreción. Virtud que evita muchos pecados de crítica, murmuración o hablar de lo prohibido. «Yo os digo que de cualquier palabra ociosa habréis de dar cuenta en el día del juicio» (Mt 12, 36).

El silencio es difícil pero posible. Y proporciona grandes consuelos porque nos enriquece interiormente. Nos asemeja a la Virgen María quien «guardaba todas las cosas ponderándolas en su corazón». Siguiéndola a Ella busquemos observarlo. Si lo extendemos a toda nuestra vida lograremos convertir el día en una oración constante. Hasta la calle se transformará en una inmensa catedral. La calle es como un gran sagrario abandonado, donde se mira, se escucha, se corre de un lado a otro. Donde se encuentra todo menos a Jesús. Salvo que lo busques abandonado en los corazones. Por eso la calle es tan triste en medio de su bullicio si no se transita por ella buscándole a Él. El silencio nos enseñará a no caminar ociosos, a no buscar el consuelo callejero. Nos llevará a poner el corazón en Dios que con su mirada nos sigue a todas partes (Santa Teresa).

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