Centenario de la muerte de Marcelino Menéndez y Pelayo


Católico y patriota
El 19 de mayo se cumplen cien años del fallecimiento de don Marcelino Menéndez y Pelayo, el polígrafo español por excelencia. Murió besando el crucifijo mientras rezaba el Padrenuestro, en la ciudad de Santander. Se consideraba no solamente montañés, sino también santanderino y callealtero.
De su catolicidad quiero señalar dos manifestaciones suyas: «Soy católico, no nuevo ni viejo, sino católico a machamartillo, como mis padres y abuelos, y como toda la España histórica, fértil en santos, héroes y sabios, bastante más que la moderna. Soy católico, apostólico, romano, sin mutilaciones ni subterfugios, sin hacer concesión a la impiedad ni a la heterodoxia» En otra declaración de catolicidad afirma: «Profeso íntegramente la doctrina católica, no sólo como absoluta verdad religiosa, sino como perfección y complemento de toda verdad en el orden social y como clave de la grandeza histórica de nuestra Patria».
Sobre nuestro glorioso destino histórico, extracto un discurso de Menéndez Pelayo: «Dios nos concedió la victoria, y apremió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más grande entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el Cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los secretos del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del Sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Ptolomeo ni por Hiparco».
Y termina el discurso con un canto a España: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio. Ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo».
Mucha razón tenía Menéndez y Pelayo cuando afirmaba que los españoles somos el único pueblo en el mundo que habla mal de su propia nación. ¿ No tendríamos que imitar en esto a franceses, ingleses y estadounidenses? También, por desgracia, acertaba don Marcelino cuando preguntaba: ¿No sobran motivos para afirmar que, si olvidamos la tradición, ha de llegar un día en que reneguemos hasta de nuestra lengua y de nuestra raza, y acabemos de convertirnos en un pueblo de babilónicos pedantes, sin vigor ni aliento para ninguna empresa generosa, maldiciendo siempre de nuestros padres y sin hacer nada de provecho jamás? La solución, en síntesis, que da Menéndez y Pelayo es el cultivo de la ciencia española.
Y quiero cerrar este artículo sobre Menéndez y Pelayo con la definición que, sobre su vida, hizo el también santanderino cardenal Herrera Oria: «Consagró su vida a su Patria; quiso poner a su Patria al servicio de Dios».
Un olvido de lesa ciencia
Parece que vivimos tiempos de depresiones, no sólo económicas, también psicosociales y culturales. La memoria se desinfla, se vuelve fatua y las conmemoraciones pasan al olvido de un sencillo apunte en la agenda personal, o a la esquina de un breve periodístico, o se convierten en fiesta de nostálgicos atrabiliarios. Incluso gobernando las derechas, un Ejecutivo para la economía y por tanto para la ética, la cultura se transforma en mero embellecimiento de una estética siempre tardía, que por no ser, no es ni clásica

Y en éstas, don Marcelino Menéndez y Pelayo se nos aparece, como si fuera el maestro de la conciencia hispánica y del pensamiento católico. Se manifiesta, nos interpela y nos obliga. ¿Qué queda de don Marcelino en este presente de la Historia? ¿Acaso ese virus postmoderno del complejo deconstructor de grandes hombres, de grandes historias, de grandes relatos, de sentido, al fin y al cabo, nos está afectando hasta tal punto que hemos perdido la memoria y, con ella, el verbo en activo de la esperanza? ¿También en la Iglesia, pueblo de la memoria e inteligencia de la fe, la caridad y la esperanza?
Cuando el inquieto afán de la búsqueda de la verdad que propone la Iglesia tiene que recurrir a una Carta pastoral escrita en 1956, por el entonces obispo de Santander, monseñor José Eguino y Trecu, quiere decir que algo pasa. Se cumplían cien años del nacimiento de don Marcelino.
El santo obispo don José recogía estas palabras sobre don Marcelino, ideas de don Rafael García de Castro, que fuera arzobispo de Granada, quien describía el sentido vital del joven polígrafo montañés de tal manera: «Nosotros hemos querido detenernos en algunos puntos de aquellas memorables oposiciones, porque así se comprende la importancia del rasgo de Menéndez Pelayo que puso la ciencia, al pisar el umbral mismo de su cátedra universitaria, a la sombra de la Cruz. Mas no por jactancia ni por pedantesca exhibición de una piedad farisaica y vocinglera, sino por convicción íntima, porque lo exigía así la sencillez y firmeza de un joven casi imberbe, que no se pagaba de adulaciones, pero tampoco se asustaba del respeto humano y llevaba en todas partes sentida y honda la fe que aprendió sobre las rodillas de su madre».
El 19 de mayo de 1912 fallecía en Santander un sabio; quisiera ahora escribir: el último hombre sabio de nuestra España. Ahora se cumplen cien años, y nuestra historia muda y hace silencio. ¿Saben los universitarios quién fue don Marcelino, su pasión por la verdad, su amor sincero por la fe? He aquí nuestro pecado, un pecado de lesa ciencia.
Permítaseme, como coda, recordar una anécdota. Acompañábamos habitualmente los monaguillos de la parroquia de San Francisco de Asís, de Santander, a nuestro venerado párroco, don Antonio de Cossío y Escalante, sacerdote santo y sabio, a su casa, después de la dominical Misa mayor. El trayecto discurría por delante de la vivienda que fuera de don Marcelino, y siempre, siempre, se hacía, a la altura de ese edificio, un silencio para rezar por el alma de quien, según el decir de nuestro párroco, debía de ser para nosotros ejemplo de vida intelectual y de amor por la fe y por España. Don Antonio, nieto de Amós de Escalante, sabía bien de don Marcelino por las anécdotas que le contaba su madre que, cuando era niña, interpretaba infantiles piezas de teatro clásico a quienes participaban en la tertulia literaria de su casa.
¿Quién siembra en las presentes generaciones la pasión por las pasiones que llenaron la vida de Menéndez y Pelayo, por esos amores que nuca se pierden y que pasan por encima de lo que el segundero de la Historia condena? Ya lo dijo Ángel Herrera Oria, que bebió de la obra de don Marcelino y que impregnó toda la suya con esa labia: su vida entera es sólida y de una pieza. «Católico a machamartillo, como sus padres»; españolísimo «de la única España que el mundo conoce»; «admirador de los pueblos que se reconstruyeron ahondando en su propia tradición», fustigó duramente a los españoles que desorientaban a la juventud «corriendo tras los vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu». Porque «un pueblo joven puede improvisarlo todo menos su cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia próxima a la imbecilidad senil».

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