XXXIII PREMIO CERVANTES 2008



Discurso íntegro de Juan Gelman
en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la
Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas,
amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua
Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen
posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud
es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran
poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de
Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, "que es como una doncella tierna y de poca edad y en
todo extremo hermosa" para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en "Viaje del Parnaso",
"puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más oscura
el alba bella que las perlas cría...
Es de ingenio tan vivo y admirable
que a veces toca en puntos que suspenden,
por tener no se qué de inescrutable".
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde
voces muy altas resuenan todavía.
Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos
tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas.
¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5
años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán
fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo
el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la
desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos
que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la
mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la
compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la
palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al
que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo
mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui
expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es
sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Ávila. Y yo moría muchas veces y más con cada
noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado.
La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra
"desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos
inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo
ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo,
la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre,
don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su
Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que
trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello
castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos".
Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar
sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el
dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el
rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad, quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y
Segismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la
nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas
malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía
caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén
que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar,
cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres
alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no
puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso,
parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de
invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo
como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha
suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su
época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia
abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese
intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía,
recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera
novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y
cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la
novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el
doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y
más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que
podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan
aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el
premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida
a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que
enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó
y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un
instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a
las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un
hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de
la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que
muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante
en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante
los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de
los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un
simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica
y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya
vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo
centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran
novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da
y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y
torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son
amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en
alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero,
que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor
ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se
halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía
Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras
sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada
en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra
las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos
eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro
Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos
que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y
muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares
desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo,
alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están
sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su
verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así
prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no
es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "`Iba yo a pisotear
esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el
que fuera!", exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras
militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía:
curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no
hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas
heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo
de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia.
Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don
Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que
no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la
destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera
del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar
asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de
palabras nuevas, porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso".
Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar
al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde
que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el
lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La
lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como
memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca
ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje?
¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas
palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la
poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su
subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la
vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El
internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien
decía Rilke: "(...) lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección". Ese atrevimiento
conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo
que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo.
Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta
no vive para escribir. Escribe para vivir.

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