Dinamismos


Dinamismos sociales y poder político

¿Qué confiere dignidad y libertad, confianza y riqueza a una sociedad? La conciencia y la participación, el protagonismo y la decisión de todos y cada uno de los grupos, asociaciones y personas, en su lugar y tiempo debidos. ¿Cuáles son aquellas potencias realmente creadoras y dignificadoras de una sociedad, que la mantienen limpia y libre? ¿Cuáles son sus dinamismos primigenios, no derivables ni subyugables por otros? Los cuatro siguientes: la ciencia, la cultura, la moral y la religión. ¿Qué abarca y significa cada una de ellas para el proceso social y la vida de los ciudadanos?

La primera es la ciencia. Ella es la gran revolución de la era moderna. El hombre ha logrado penetrar en la estructura constituyente de la realidad y desde ahí la ha alterado o recreado, poniéndola al servicio de las necesidades e ilusiones de la vida. El hombre ya no puede ser esclavo de las tormentas ni de los tiranos. En la escuela repetíamos el elogio de Franklin: «Robó a los cielos el rayo y a los tiranos el cetro». De la ciencia proceden los medios y formas de comunicación desde las viejas a las modernísimas, la sanidad, la ordenación económica, el bien estar, el reparto de la riqueza, la esperanza de vida. La ciencia no es la conciencia, pero la una ya no es posible sin la otra.

La segunda es la cultura o la forma en que el hombre se da a sí mismo razón de su lugar en el cosmos, de su tarea en el mundo, de su responsabilidad con el prójimo y de su último destino. Él es voluntad de sentido y a la vez creación de nueva realidad por la literatura, el arte, la música, el teatro, el cine, la obra figurativa popular. La cultura es un elemento constituyente de la vida humana, cuando quiere vivir más allá del instinto zoológico o de la ley de la selva. En la cultura prevalece lo gratuito, la belleza, la esperanza, lo sublime o la ironía para sobreponernos al absurdo o a lo imposible, saltando sobre sus alambradas. Esas creaciones ensanchan y redoblan la vida humana, permitiendo a cada a uno de nosotros vivir las múltiples trayectorias posibles que laten en nuestros entresijos; esos «yos complementarios» de los que hablaba Unamuno. Un país sin esa libertad y creatividad cultural no es una verdadera comunidad de seres espirituales sino un rebaño de los que Rabelais llamaba «moutons de Panurgue».

¿Es también la moral una potencia decisiva? Como conciencia ella es quizá la potencia primordial. La inteligencia y la razón son armas que pueden servir al bien o al mal, orientar hacia la vida o hacia la muerte. La moral es la voluntad de fin, la respuesta al deber, la ordenación al bien, a la verdad y a la perfección, el reconocimiento de la dignidad del prójimo. La moral abre el horizonte más allá de las fronteras que los poderes o carencias de la vida humana nos imponen, rompen las mentiras que se nos introyectan desde fuera, desenmascaran a los violentos, invocando la justicia y las leyes eternas. La debilidad de Antígona es capaz de desafiar a Creonte en nombre de esas normas no escritas que ningún poder político de este mundo puede desconocer ni violar. La moral abre el hombre a la gloria de lo sublime y al sueño de esa utopía que nos engrandece. Plutarco nos trasmite la frase clásica que tantas instituciones educativas de Europa han recogido como divisa: «Navegar es necesario, vivir no es necesario».

En este panorama, ¿dónde situar la religión? Es lo más natural y a la vez lo menos evidente. El hombre, proveniente de la tierra y atenido a la naturaleza, es respiro hacia el Eterno, secreta suplica a un Tú sagrado, adoración y rendida confianza en Dios. Frente al terror del tiempo cíclico ante el eterno retorno que lo condena a la nada o al tedio insoportable de lo mismo, la religión le abre a un rostro personal, que invoca como Dios, su horizonte de eternidad como la plenitud de una vida divina, que ya alumbra la presente y la dignifica. La religión ha determinado la vida humana a lo largo de todos los tiempos porque no es una fase de la historia sino una estructura de la conciencia. Mientras ésta siga alumbrando y no sea apagada por falta de alimento o sofocada por poderes exteriores, la religión será un factor de paz y de esperanza. Ahora bien, si es degradada o corrompida puede ser también un factor de violencia y opresión.

¿Y dónde queda la política? Ella no es una potencia primaria sino secundaria, legítima y sagrada pero relativa a las anteriores, que son las verdaderamente creadoras y liberadoras, sin las cuales aquélla sería duro ejercicio de poder inmisericorde. La tentación de la política es que, en su misión de conjugación o correctivo de esos otros dinamismos, intente anularlos o subyugarlos a lo que son los programas del partido en el poder. Lo mismo que los poderes judicial, legislativo y ejecutivo son diferentes y soberanos, sin poder ser dominados unos por otros en situaciones normales, tampoco aquí un gobierno puede subyugar la ciencia, la cultura, la moral y la religión a su programa elevado a norma suprema.

Tal tensión entre las potencias humanas creadoras por un lado y el poder político por otro es permanente. Deber de la política es acoger, discernir, integrar, apoyar, establecer primacías a la luz de las necesidades y sobre todo ayudar a aquellos que, por la pobreza del origen, carencia de medios o peculiares dificultades históricas, no puedan ayudarse por sí mismos. Pero lo que la política nunca puede hacer es decretar la existencia o no existencia de esos campos desde sus propios presupuestos, reducirlos a silencio, ponerlos a su exclusivo servicio, cercenar posibilidades personales o beneficiar sólo con ayudas económicas a quienes les apoyan o adulan.

Ante esa tentación queda el imperativo de las personas, como individuos y como grupos: tomar la palabra, emprender la acción, mostrar el rechazo ante lo injusto, provocar al diálogo, desenmascarar la ideologización. Sobre todo queda la obligación de no plegarse, no sucumbir al chantaje, rechazar el ascenso, envenenado y ofrecido a cambio de la traición a las convicciones de la propia conciencia, rechazar el dinero, preferir, como Sócrates, la pobreza con dignidad a la riqueza con vilipendio.

Una sociedad que no participa, no es libre. Y es libre cuando es culta, es decir piensa, lee, reflexiona por sí misma, no está a merced de chismes o rumores, propone públicamente razones universalizables, no meras opiniones personales. Hoy casi todos los partidos tienden a suplir a la sociedad y al Estado, poniéndolos a su servicio. Pero ni una ni otro son apropiables por ningún gobierno. La Constitución no puede ser obviada ni por un golpe de Estado ni por una maniobra de rodeo sinuoso, encubridor de una negación real de los contenidos constitucionales.

La actual hora de España reclama remejer las conciencias, despertar las responsabilidades para que esas cuatro potencias sean las columnas que sostienen la casa de la patria. La política no es su soberana sino la sierva que debe velar por ellas. El poder político intenta apropiarse de todo y decidir todo a través de sus inmensas redes, especialmente a través de los jueces y del dinero que corre por arroyos subterráneos. En Alemania queda el recuerdo de aquel emperador que quiso desposeer a un campesino de sus tierras. Este apeló a la justicia. Ante la sentencia favorable al campesino, el pueblo gritó alborozado: «Somos libres porque aún quedan jueces en Berlín». Esta es la encrucijada de España, la hora de su dignidad o de su hundimiento en la miseria. Ahora, sabremos todos quiénes somos todos, cuando aparecen los grandes retos. ¿Seremos como grano que por su peso cae a tierra o como paja que lleva el viento en todas las direcciones? El libro santo ya lo formuló: «Zarandeando la criba, cae el grano y aparecen las granzas» (Ecli 27,5).

Olegario González De Cardedal, Sacerdote.

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